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     (Cuento)
                                 El día que renuncié al amor
              Por Lucas Freyre, alumno de Secundaria
                   La vi por primera vez mientras caminaba por la calle asfaltada
              de  la  esquina  de  mi  casa.  Tenía  un  aura  de  alegría  que  se
              expandía  a  través  de  toda  la  manzana,  contagiándonos  de  su
              buen humor. Me detuve a mirar detenidamente cómo el viento
              agitaba su pelo rubio, cómo su color oro reflejaba los rayos de luz.
              Estaba  llegando  tarde  a  la  clase  de  arte,  pero  no  me  importó.
              Pasaron varios minutos hasta que desperté de mi sueño lúcido.
              Me  encaminé  de  vuelta  hacia  mi  rumbo  original  sintiendo  un
              vacío, como si ese aura me hiciera falta, como si no pudiese vivir
              sin él.
              Como ya me lo esperaba, la señora Nogal me dio un discurso de
              media hora explicando por qué estaba mal llegar tarde y que si
              seguía así iba a tener que llevarme los libros de historia del arte
              de  vacaciones.  Los  chicos  de  la  clase  se  mataban  de  la  risa
              intentando  disimular  su  regocijo  cada  vez  que  la  maestra  se
              daba  la  vuelta.  Era  la  décima  clase  consecutiva  que  pasaba  lo
              mismo.  Joaquín  lo  tenía  registrado  en  su  cuaderno,  así  como
              cuántas veces la profesora de matemáticas decía “o sea” en toda
              la  clase.  Sorprendentemente  este  número  ascendió  a  cifras
              ridículas.  ¿Cómo  es  que  un  docente  puede  decir  325  veces  "o
              sea"  en  una  hora  de  clase?  Cosas  de  las  que  sólo  Josefina,
              nuestra  joven  maestra,  era  capaz.  Nosotros  le  teníamos  mucho
              cariño  porque  con  ella  entendíamos  todo,  pero  además  nos
              dejaba tener diez minutos más de pausa.
              La señora Nogal, estricta como siempre, me mandó a sentarme
              crujiendo sus dientes con un estridente chillido...
                                                                                                                         Seguir leyendo
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